Visitantes distinguidos de Albasinmadre

viernes, 4 de marzo de 2011

LA FAMILIA PERFECTA.

 


ABRIÓ LA PUERTA con lentitud y subió con tal facilidad que me sorprendí. Su rostro me dijo en un instante que la amaría. En ningún lugar de Villa Agreste había visto piel blanca, semblante dulce, ojos de verdor así… ¿Qué buscaba frente a un cementerio tan tenebroso con una criatura tan tierna? Me escapé, y por mi alma que no vuelvo. Pies y cuello se me acalambraron, el camión se comió los badenes en ambos lados. Como pude, volví a mi temperatura. No me cupo la menor duda de que estaba muerta. ¿Qué haría, cómo pedirle que se desmontara? Me dejé mirar por esos ojos verdeaceitunados. ¡Déjenos quedar con usted, nadie sabrá que estamos muertas, por favor, suplicó con dulzura, no precisará  darnos de comer ni de vestir, tampoco nos enfermaremos y si llega a perdernos pavor, prometo hacerle el amor las veces que desee. Su voz fluía hecha de tranquilidades congregadas para esa especial anatomía. Momento de pensar en un sicólogo. Depositó una mano sobre mi brazo, fría. Hacía  tanto esfuerzo para mostrarme gentil que ignoro cómo mantuve los orines en mi vejiga. Recostó su oscurísima cabellera sobre mi hombro mientras sacaba un seno y lo colocaba en los labios de la criatura que asemejaba beber aquella leche que no bebía, porque las muertas, aprendí, no pueden dar leche a sus muertitas y muertitos. Contemplé de reojos a la pequeña, dulce y copiadita a la madre. Tranquila la niña, ¿nunca llora? Solo si siente que estoy triste, es una niña muy afectuosa; también llorará si te siente triste, sabe que eres bueno. Del cementerio de Villa Blanca al poblado de Villa Agreste no había una distancia considerable, aceleré desafiando la espesa oscuridad para aprovechar el abstinente tránsito de la madrugada. Mi vieja casona de dos niveles en madera y galería de estilo colonial se abría a las luces del camión desnudada de toda esa noche tan gruesa. Me desmonté sin apagar el vehículo. Abrí el portón de madera aprisionado con una cadena y un candado amarillo. Volví al camión, lo entré en la boca del garaje observado con empecinamiento por la joven madre. La puerta de caoba cedió al empujón sin hacer ruido. Ella sonrió de ver que no rechinara. Le mostré la sala repleta de viejos muebles al estilo victoriano, la cocina con hendijas diagonales por donde entraba aquel aire embadurnado de azahares, mi estudio bajo las escaleras con sus paredes tapizadas de libros, afiches de beisbolistas de las Grandes Ligas y trofeos. Parecía perdida en la contemplación de lo que iba encontrando. Mi biblioteca, siempre desordenada, soy un extraño híbrido de camionero, escritor de sexta categoría y entrenador de béisbol. Me acompañó escaleras arriba, la criatura apretada en su regazo, con  aire solemne y cándido. Esta es mi habitación, ves qué grande, la de ustedes está justo al lado, si deseas hay otras dos que puedes escoger. Nos quedamos perplejos. Estaba enamorado. Fuera lo que fuese me impresionaba su belleza. ¿Cómo permanecería en el mundo de los cuerdos? Era hermosa, irradiaba ternura, ¡en qué podía perjudicarme que estuviera muerta?, la tenía a mi lado y no distaba de otras mujeres de este mundo y, ¿no era acaso la mujer más hermosa de todas?, ¿cuándo en mi vida me iba a hacer caso ese tipo de mujer con un aspecto tan ordinario como éste? ¿Puedo dormir contigo?, no queremos volver a estar solas, si no te asusta. Hablaba en suspiros que se escabullían por mis oídos como serenata en la memoria. Las palabras no me salían siendo el imbécil que era enamorándome a primera vista de la muerta más bella del planeta y con aquel miedo montañoso, qué digo, cordillerano, de besarla corroyéndome en pugna por exhalar de/entre mis labios, si, moría por besarla y sin embargo, me aterraba la sola idea de que me tocara. Avanzó hacia mí, recostó su cabeza sobre mi pecho,  la niña descansó su cabecilla sobre mi hombro. Sentí que el mundo se desprendía de mis pies y un escalofrío laceraba mi pecho, pero era un hombre en el buen sentido con H mayúscula y en negritas por demás. Contemplé aquel hermoso cuadro familiar en el espejo y saqué fuerzas, las abracé con cálida afectuosidad y me sentí aliviado, aliviado de que la pequeña no llorara…



Randolfo Ariostto.

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